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La puerta se abrió silenciosamente. La sonrisa que apareció detrás era amplia y amable. Los dientes de un color blanco envidiable, pero que no generaban la incomodidad de los de las publicidades de dentífricos. "Bienvenido,", dijo una voz agradable y firme, "adelante". La habitación, si podía llamársele así, era luminosa y amplia. Qué tan amplia, sería difícil de precisar, ya que el piso y techo parecían difuminarse, fundirse con un fondo impreciso. Era algo desconcertante, pero no inquietante. De alguna manera todo parecía raro, pero no "anormal". "Tomá asiento", me dijo, señalándome un sillón que resultó ser tan mullido como aparentaba, y del que deseé no tener que pararme nunca. Se sentó frente a mí, entonces, y apoyó sobre su túnica blanca una carpeta que comenzó a hojear. En la tapa se leía mi nombre y la palabra "ómnibus". A medida de que pasaban los minutos su rostro se ponía más serio, lo que incrementaba

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